¿DESPEÑADEROS?

Editorial

“DESCONOCÍA presidente –mensaje de un buen amigo– lo que Cervantes había escrito antes de morir en 1616”. “Sus editoriales me tienen estudiando, hecho que a mí me encanta”. Alusivo a esta referencia: (A propósito del Día del Idioma, que nadie celebró; ni hablar de los adictos a esos chunches tecnológicos que lejos de escribirlo correctamente lo masacran. A mediados de abril de 1616, desahuciado –“puesto ya, con un pie en el estribo, con las ansias de la muerte”; lo dice en la dedicatoria–Miguel de Cervantes nos ofrece su obra póstuma. “Los trabajos de Persiles y Sigismunda” —escoge como protagonistas dos príncipes de origen nórdico– su testamento narrativo, convencido que entregaba lo mejor de sus historias).

Otra lectora: “No sabía que Miguel de Cervantes había vivido sus últimos años de esa forma; ¡qué triste!”. Si entendiéramos como se debe, este párrafo: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir…”. “Lo único que podemos dominar es el tiempo y este nos pasa factura de una u otra forma, eso lo tengo más que claro”. Alusivo a este otro aporte: (“Se trata de un viejo desdentado y raquítico; de barba plateada y brazo inútil; de mirada torva en apariencia, pero limpia en esencia”. “Roza los setenta años, y la muerte se perfila más claramente cada mañana a los pies del camastro”. “Es Miguel de Cervantes Saavedra, ese escritor que había ganado fama con la primera parte de su Quijote, pero que va a morir tartamudo, pobre, abandonado y desprovisto de todo prestigio”). Sobre el otro tema –continúa el mensaje– “¿Quién dijo “el sabio no dice lo que sabe y el necio, no sabe lo que dice?”. -Sepa Judas –responde Winston–ja, ja, ja”. “Pero me encantó, qué buen dicho ese”. Y gran final con ese toque de historia: “Perro que ladra, no muerde…”. Alusivo a la conversación de cierre: (-Otra razón –interrumpe Winston– de porqué a los animales no nos dieron el don de la palabra. Para no contaminar la sociedad, como lo hacen las lenguas viperinas con sus hirientes falsedades. Digamos, yo ladro para quejarme, para alertar, para espantar, para manifestar contrariedad, alegría o ansiedad, pero como ninguno de esos majes entiende mi lenguaje, a nadie ofendo con lo que sale de mi boca. Esa es la ventaja de ser animal, ni remotamente dañino como esos otros animales. -¿Tenés algo más que decir –entra el Sisimite– o ya es suficiente? -¿Nunca se te ocurrió –responde Winston– que “decir suele ser señal de no hacer, como ladrar, lo es de no morder”? -Lo que nos lleva a esto otro –le contesta el Sisimite– ¿cuál es la creencia detrás de ese dicho, “perro que ladra no muerde”? -Según escuché de mis parientes –ilustra Winston– data de siglos atrás, de perros que pastoreaban ovejas. Ladraban bastante –para encaminar el rebaño de un lado al otro y evitar que se dispersaran– pero no mordían. -Hoy –replica el Sisimite– fue acoplado para gente enojada que aparte del berrinche y del ruido que hace no es peligrosa ya que se sabe que no cumplirá sus amenazas).

La amiga exmagistrada manda una postalita: “Sabés por qué Dios no les dio el habla a los perros? -Para enseñarnos que la fidelidad, el amor y la lealtad, se demuestran con acciones y no con palabras”. Mensaje de otro amigo lector: “Estamos rodeados –en el campo internacional– de berrinchudos hoy en día; el único que no muerde es el norcoreano”. “Los políticos extranjeros se han contagiado de rabia, de berrinche, de discordia”. “¿Cómo es que la rabia y el despeluque seducen a los votantes de hoy en día?”. (¿Solo afuera –entra el Sisimite– es el berrinche? -Buena inquietud –responde Winston– si hasta tenemos un cerro que se llama “El Berrinche”. Y hablando de políticos, ¿no es que aquí las cosas se paralizan por culpa del berrinche de los políticos? -Ese cerro que mencionás –ilustra el Sisimite– hace honor a su nombre, ya que aparte de berrinche, ya aporta varios derrumbes. No hay desconocimiento de la fragilidad de ese montón de zonas vulnerables de la ciudad, pese a ello, poco se hace por remediar el alto riesgo. -¿O sea –ironiza Winston– que uno de estos días nos cae encima El Picacho? Si es que, con los incendios que no tardan en aparecer, no se quema primero. Y vos que vivís allá arriba, tené cuidado –ni lo quiera la Virgen– vea no vayas a venirte rodando, entre el tumulto de piedras, de uno de esos despeñaderos).