La pereza, la acedía y otros males.

Editorial

César Indiano

Cuando era joven – de eso hace ya muchos años – fui a visitar a un amigo especial que vivía en Comayagua, el cual llamaremos, por respeto a su dignidad, Rubén. Teníamos en común que amábamos los libros y debo decir que mis primeras lecturas de Dostoievski llegaron a mis manos gracias a él. Compartíamos también los ideales ilusos de cambiar el mundo apelando (tardíamente quizá) a las revoluciones proletarias.

En fin, llegué a visitarlo sin previo aviso de lo cual me arrepentí luego, porque jamás creí que pasaría una noche tan tenebrosa en aquella guarida de tablas que él llamada “mi cuarto”. Amigo lector, jamás de los jamases había estado en un lugar tan sucio, desorganizado y maloliente. Desconocía los hábitos domésticos de mi camarada porque antes de ese día nos citábamos, como dos vagos sublimes, en lugares públicos o en comedores baratos. Valga decir que Rubén era un hombre brillante, imaginativo y hasta noble, pero tenía una enfermedad espiritual clínicamente conocida como acedía. La acedía lo llevaría, una década después, a la tumba.

Como tenía confianza de amigos, le dije, no más entrar a aquel lugar “no jodás Rubén, este no es tu cuarto, este es el refugio del Diablo”. Agradecé, me respondió con toda frescura, que tenés dónde quedarte sin pagar, camarada Indiano.

Y tenía razón, en aquellos días yo andaba transitando el mundo a dos centavos la legua. Así que no tuve más opción que aceptar la lona mugrienta que Rubén tiró al piso para que hiciera las veces de colchón, a continuación, me lanzó una toalla que apestaba a requesón y por último un cojín de cuyas esquinas brotaban unas sebosas tripas de trapo, como nidos de chiches. Estaba cansado del viaje y de la vida, pero, era obvio que no podría conciliar el sueño de lo aterrado que estaba en aquella madriguera del demonio.

Así que nos dedicamos a conversar de todas las cosas que dialogan dos almas sin futuro. Rubén intentó volver agradable el momento sirviendo Coca Cola en dos vasos de cartón que seguramente había utilizado unas 40 veces.

Mientras hablaba de libros y de otros asuntos revolucionarios, noté que sus dientes eran verdes. Tenía un sarro de varias semanas en toda la faja de tiros y en la mesita de noche (una tabla rústica sobre dos bloques de concreto) había un tubo de pasta escurrido de años, junto a varios vasos plásticos repletos de basuritas: hojas de afeitar mohosas, sobres vencidos de pastillas, pedazos de lápices, bolsitas de churros, varias cajas de fósforos vaciadas, papeles arrugados y lo más increíble, dos mitades verdosas de una naranja que había chupado, por lo menos, tres meses antes de mi llegada.
Pegué un grito cuando de uno de los vasos salió un ratoncito negro y vivaz que brincó asustado sobre un laberinto de calcetines hediondos y trapos arrugados que estaban esparcidos en toda la habitación.

Por cierto, el piso era de cemento, pero estaba revestido con una capa de hollín y mugre. Una tabla ancha servía de puente entre su camastro y la puerta; me explicó que por esa tabla cruzaba en temporada de lluvias. Afuera, había una pila en escombros, repleta de cartones y maderas podridas y no vi –por ninguna parte – una escoba o una barra de jabón.

Ante mi reacción no sólo se rio de mí, sino que me dijo “no camarada, si un ratón te asusta, cómo diablos vamos a hacer una revolución”. Sabía que sería una noche larga así que me fui quedando quieto, con la mirada fija en aquel techo de láminas en cuyas vigas vi varios periódicos enrollados, algunas revistas subversivas y varios calcetines apelmazados, puestos ahí para tapar goteras. Oía claramente, cómo las cucarachas se movilizaban entre las hendiduras de las tablas. En su cochambre, aquel hombre era feliz, roncaba como un cochino y no tenía problemas de conciencia. Vivía de una remesa que le enviaba su madre desde Miami y entre carcajadas me decía “tengo salario de hijo”.

Después el destino nos separó, y yo, comencé a buscar un nuevo sendero para darle continuidad a mi vida de peregrino sin brújula. Cuatro años después, una amiga en común, me contó que Rubén había muerto como un perro en un pasillo del Hospital Escuela, en Tegucigalpa. Por el tono en que me relató los detalles de su muerte me di cuenta de que era algo más que una amiga “Rubén llegó al hospital retorciéndose de un dolor estomacal – me dijo – gritaba y lloraba a la vez, mientras los médicos le decían que tuviera paciencia. En su último suspiro logró decirme… Le avisás a Indiano”.

De esto han pasado más o menos 30 años, en los cuales no he conocido a nadie que supere a Rubén en dejadez. Aunque su novia – herida de amor – despotricó contra el hospital, contra los burgueses de mierda que matan a la gente y contra la OMS, lo cierto es que Rubén murió de acedía.

Desde el día memorable en que lo visité supe que no moriría – como él deseaba – como un guerrillero, dando batallas contra la injusticia. Rubén – en su pereza proverbial – sólo podía morir de tres maneras: destrozado por una poderosa bacteria estomacal, acorralado por un ejército de microbios o carcomido por una plaga de pulgas, chinches, cucarachas y ladillas.

Con el pasó de los años murió dentro de mí la fantasía de cambiar el mundo. Fui entendiendo que el único universo del cual puedo tener control es mi habitación y mi patio. He comprobado que un individuo demora 3 minutos en limpiar el lavabo, 5 minutos en sacudir y ordenar su cama, 20 minutos en barrer y trapear un piso, 30 minutos en ordenar la ropa, 10 minutos en sacudir los menajes, 5 minutos en sacar la basura del carro, 2 minutos en lavar el plato propio, 20 minutos en lavar la loza entera y 9 minutos en cepillarse los dientes, tres veces al día.

Otras tareas como limpiar lo del perro, sacar la basura, fregar las cortinas y ordenar la bodega, pueden llegar a ser la diferencia entre vivir o morir. Con 99 minutos diarios dedicados a su propia vida, una persona se vuelve revolucionaria de su bienestar.

La acedía – respetable lector – mata personas, destruye matrimonios, arruina familias, quiebra negocios y devasta ciudades y naciones. Nunca voy a olvidar la frase de una patrona que tuve en Barcelona, cuando me contrató para que lavara platos en su hotel “Limpie y lave, friegue y restriegue, porque el Ángel de la Prosperidad no entra donde huele a mierda”.

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