LA PUERTA

Editorial

¿DE qué sirve el epílogo –pinceladas ligeras de la pintura tomada del colofón, ¿El Fin?, de “Los Idus de Marzo”– si lo más probable es que –por lo que dejamos dicho en la introducción– muchos no pasaron del exordio? Solo para no omitir poner el punto. El signo de puntuación que cierra completando la oración. Aunque el punto en geometría tiene otra aplicación. Como noción primitiva, un concepto primario, un espacio único. “No puede ser definido en términos de objetos previamente definidos”. Bien puede ser inicio, final o ninguno. Lo que nos lleva a lo otro. El anecdotario recompilado en este libro es lo que logramos arrebatarle a la reciente historia política de Honduras cuando, creyendo haber llegado a la orilla, la primera resaca de las olas nos condujo mar adentro. Pudimos recoger, en el reflujo, varios pedazos del cuento, no todos por supuesto, que atrás quedaron flotando. Aunque fue poco –pensamos– lo recuperable.

Hasta que caímos en cuenta que igual debió parecer durante azotó aquella endemoniada tormenta. La misma sensación debieron sentir muchos compatriotas que atribulados lo perdieron todo, víctimas de la ingrata molida al territorio nacional, descargada por la furia de aquel diluvio bestial. Que se ensañó con nosotros para no dejar pedazo de la geografía intacto. Sin embargo, una hermosa anécdota, que logró trascender las fronteras, fue la que ofreció al mundo testimonio de la indomable voluntad de nuestra gente de no dejarse vencer por ninguna adversidad. Transmitida, en espacio estelar del noticiero, por una influyente cadena internacional de la televisión, cuyo presentador, con su equipo de cámaras, coincidieron estar grabando allí, en el momento preciso, y capturar el relato: Rodeado de su afligida familia, un padre damnificado mostraba el lugar donde vivía, antes que los implacables derrumbes soterraran las desaparecidas casas de su aldea. “Aquí –señalaba con el dedo– aquí vivíamos nosotros”. -¿Dónde –indagaba extrañado el presentador sin entender qué le mostraba– si aquí no se ve nada? -“Aquí abajo, debajo de este lodazal”, indicaba, estirando los labios para señalar hacia esa dirección, mientras escarbaba el montículo; primero con las manos, hasta que alguien, de algún lado, llegó a entregarle una pala. Impaciente y sudoroso, sacando cubetas de barro espeso, de pronto tocó con algo sólido. Entre gemidos de esfuerzo y gestos de satisfacción, logró destrabar de los escombros un rústico tablón. -“Mire –exclamó retribuido– esta es la puerta de mi casa”. “Algo he podido recuperar. Con esta puerta de madera, ya puedo comenzar de nuevo”. Ese fue el punto. Un sentimiento de resignación, o tal vez, el punto coincidente de su agonía con la reconciliación interna. O más bien, el punto de partida de su esperanza. Como agregar más palabras, a un ejemplo tan bello, solo conseguiría arruinarlo; hasta aquí. Con el permiso del amable auditorio ponemos, entonces, el punto final. (Fin del libro).

(Ni se te ocurra –advierte el Sisimite– agregar algo más a lo que ya se dijo. -Pues no –interrumpe Winston– pensaba quedarme callado sin decir nada, si el autor previene: “Como agregar más palabras, a un ejemplo tan bello, solo conseguiría arruinarlo; hasta aquí. Punto final”. Sería sacrilegio cualquier agregado de no ser porque algo tenía que decir –no tanto a vos, sino para satisfacción de los lectores del colectivo– que no tenía pensado hablar de no ser por esa tu advertencia que “ni se me fuera a ocurrir agregar algo”. -Ya, ya –suspira el Sisimite– no más palabras, mejor volvamos a leer ese hermoso cuento de “La Puerta”, que lo dice todo).